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El Caballero Humilde y el Dragón de las Montañas Encantadas

En un reino muy lejano, más allá de los campos de girasoles, los montes de eucaliptos y los ríos cantores, se alzaba el pueblo de Ceibal, un rincón sereno donde los días transcurrían entre mateadas, ferias y cuentos de fogón. Allí vivía un caballero distinto a todos los demás. Su nombre era Manuel, pero todos lo conocían como el Caballero Humilde.
 
Manuel no tenía armadura brillante ni espada mágica. Su armadura era de cuero curtido por los años, su escudo de madera había sido tallado con sus propias manos, y su único compañero de andanzas era Mate, un caballo gris de mirada serena y corazón noble.
 
Un día, el cielo se oscureció sin aviso. Un rugido atravesó los valles como un trueno. Desde las Montañas Encantadas, un dragón gigantesco había despertado. Tenía escamas como carbones ardientes y alas tan grandes que tapaban el sol. El fuego de su aliento arrasaba aldeas vecinas, y el temor se extendió hasta los rincones más remotos.
 
El rey Artigas Segundo, anciano y sabio, llamó a todos los caballeros de la región. Se afilaron espadas, se ensillaron caballos y se rezaron plegarias. Pero cuando supieron que era un dragón el enemigo, uno por uno se echaron atrás. Nadie quería enfrentarlo.
 
Solo Manuel se adelantó ante el rey, con su armadura humilde y mirada decidida.
 
—Majestad —dijo—, no tengo la mejor espada ni la mejor armadura, pero tengo algo que vale más: un corazón que no desea guerra. No quiero combatir al dragón, quiero escucharlo.
 
El rey, conmovido y sin alternativas, le dio su bendición. Y así partió Manuel, acompañado solo por su caballo Mate, hacia las montañas donde dormía la bestia.
 
En el camino, muchas pruebas lo esperaban. Primero cruzó el Monte de las Voces, donde criaturas llamadas Yacurús susurraban mentiras al oído, creando ilusiones para desviarlo. Pero Manuel, firme en su propósito, cerró los ojos y avanzó guiado por su intuición.
 
Más adelante lo sorprendió una tormenta mágica. El viento aullaba con voces antiguas y las piedras flotaban en el aire. Fue allí donde encontró a Ña Catalina, una curandera del monte que lo refugió en su choza y le reveló la verdad: el dragón no solo estaba furioso, sino también herido. Una flecha envenenada había atravesado una de sus alas cuando dormía, y su dolor era tan grande como su furia.
 
Al llegar a la cueva, Manuel vio al dragón dormido. Era enorme, cubierto de escamas rojizas, con un ala caída y marcada por la herida. Sin temor, se acercó con voz serena.
 
—Dragón, soy Manuel, del pueblo de Ceibal. No vengo con espada ni con odio. Vengo a entenderte.
 
El dragón abrió sus ojos, dos pozos de fuego. Lo miró con sorpresa, como si hacía siglos nadie le hablara así.
 
—Los humanos arrasaron mi hogar —dijo el dragón con voz grave—. Talaron los árboles donde descansaba, envenenaron los ríos donde bebía, y me atacaron mientras dormía. ¿Qué vienes a decirme que no haya oído antes?
 
—Que lo lamento —dijo Manuel con sinceridad—. Que no sabíamos que este lugar era tuyo. Te prometo que cambiaré eso, no con palabras, sino con hechos.
 
El dragón guardó silencio largo rato, hasta que finalmente habló.
 
—Te daré una oportunidad. Si mientes, Ceibal será cenizas.
 
Manuel regresó con el corazón apretado, sabiendo que convencer a los suyos no sería sencillo. Y así fue: muchos lo llamaron loco. Don Ernesto, antiguo capitán del ejército, pedía atacar al dragón. Chichita, la vecina más devota del pueblo, creía que era castigo de los cielos. Pero no todos lo rechazaron.
 
Lo apoyaron Lucía, una joven arquera que conocía cada rincón del monte; Tucho, un viejo boticario lleno de sabiduría, y Rosana, una aprendiz de curandera que sabía cómo sanar con hierbas y paciencia. Juntos comenzaron la tarea de restaurar lo destruido. Plantaron ceibos, limpiaron los arroyos y prepararon un unguento mágico para la herida del dragón.
 
Cuando regresaron a la montaña, el dragón los esperaba. Vio los brotes verdes, los cántaros con agua clara, y el bálsamo humeante. Rosana aplicó el remedio con manos suaves, mientras Lucía le hablaba con respeto. El dragón cerró los ojos y suspiró. Algo en él cambió.
 
—Manuel —dijo el dragón—, has cumplido tu promesa. Has traído más que palabras: trajiste esperanza.
 
Entonces, arrancó de su pecho una escama luminosa, más grande que una mano humana. La sostuvo en sus garras, la elevó, y susurró palabras en una lengua olvidada. El viento comenzó a girar, la tierra vibró, y el fuego danzó sin quemar. La escama flotó en el aire y, ante los ojos de todos, se transformó en una armadura resplandeciente, tejida con la magia misma del mundo.
 
Era liviana como el cuero, resistente como el diamante, y tan bella que parecía hecha de luz. Cambiaba de color con el día: marrón como la tierra de Ceibal, azul como el río Uruguay, dorada como el sol de enero.
 
—Esta es mi gratitud —dijo el dragón—. No por tus batallas, sino por tu compasión.
 
Desde entonces, el dragón se convirtió en protector de Ceibal, y Ceibal en guardián de la montaña. Manuel jamás volvió a levantar una espada. Su armadura no era símbolo de guerra, sino de paz. Las canciones lo recuerdan aún, y cada vez que los vientos soplan desde las montañas, se dice que es el dragón volando junto a Manuel y su caballo Mate, cuidando el equilibrio del mundo.
 
Enseñanza
 
El coraje verdadero no se mide por la fuerza ni por la apariencia, sino por la humildad de un corazón dispuesto a escuchar. Manuel nos enseña que solo quien se atreve a comprender al otro, incluso si es un dragón, puede cambiar el destino de todos.

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