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El Niño elegido de Salto

En una noche templada de otoño, cuando el río Uruguay se deslizaba silencioso bajo el cielo estrellado, algo extraordinario sucedió en la ciudad de Salto. Las luces se apagaron de golpe en todos los barrios: en Ceibal, Salto Nuevo, el Cerro, la Zona Este y hasta en el lejano barrio Artigas. Un zumbido grave, profundo, parecido al que haría un trueno contenido bajo tierra, hizo vibrar los vidrios de las ventanas. Y entonces la vieron.
 
Una nave nodriza, del tamaño del estadio Díckinson, descendió sobre el cielo de Salto. No tenía forma definida. Cambiaba, como si respirara. Sus luces no eran luces comunes: eran como cristales flotantes que pulsaban con tonos nunca antes vistos. La nave se quedó suspendida sobre el centro de la ciudad, irradiando una energía que nadie podía explicar, pero que se sentía en los huesos.
 
La gente salió de sus casas. Algunos con miedo, otros con curiosidad, otros simplemente con los ojos llenos de asombro. Nadie entendía qué pasaba. Hasta que comenzaron a aparecer.
 
Seres altos, delgados, de ojos enormes y piel translúcida, caminaban por las calle Uruguay, Avenida Rodó, calle Patulé hasta por Avenida Manuel Oribe fueron vistos, lo raro que caminaban como si ya conocieran el lugar. No hablaban, pero en sus manos llevaban una esfera brillante que traducía sus pensamientos en una voz suave, que todos podían escuchar, aunque no saliera de ninguna boca.
 
—Buscamos al niño más puro de corazón del mundo. Hemos venido a Salto porque aquí vibra una luz que no encontramos en ninguna otra parte del planeta.
 
Los vecinos se miraban entre ellos, incrédulos. Los extraterrestres comenzaron a recorrer cada rincón de la ciudad. Entraron a las escuelas, a las casas, a los hospitales, a las plazas. Buscaron en las calles empedradas del Cerro, en los pasajes de Ceibal, hasta en las calles internas de barrio La Esperanza. Preguntaban a todos:
 
—¿Has visto al niño elegido? Aquel que cuando ve dolor, siente compasión. Aquel que cuando ve injusticia, se rebela con amor. Aquel que no desea riqueza, sino que todos vivan bien.
 
La gente comenzó a temer. Algunos creyeron que querían llevarse a los niños. Otros simplemente no comprendían. Pronto, la policía intervino. Intentaron arrestar a los visitantes, creyendo que eran una amenaza. Pero sin tocar a nadie, sin una sola palabra, los extraterrestres levantaron sus manos y una onda invisible detuvo todo. Las armas cayeron, el miedo se disipó, y los uniformados se quedaron quietos, inmóviles pero ilesos, como si el tiempo se hubiera pausado.
 
Horas después, llegaron los militares. Con helicópteros, tanques y armamento pesado. La ciudad se dividía entre los que pedían paz y los que exigían defensa. Pero una vez más, sin violencia, los visitantes detuvieron el ataque. Cada soldado fue desarmado sin que una sola gota de sangre cayera. Una energía envolvía los corazones endurecidos, haciéndolos dudar de sus intenciones.
 
Finalmente, el Intendente de Salto se presentó ante la multitud. Su rostro, serio pero sereno, reflejaba la tensión del momento. Decidió caminar solo, sin escoltas ni armas, a través del parque Harriague donde la nave aún flotaba inmóvil. Los ciudadanos lo miraban en silencio, algunos con esperanza, otros con miedo. Pero él sabía que debía intentarlo.
 
Avanzó con paso firme entre la bruma luminosa que rodeaba la estructura extraterrestre, hasta que, frente a la nave, una figura resplandeciente descendió suavemente por una rampa de energía. No tenía rostro visible, pero su presencia irradiaba paz y poder.
 
—Vengo en nombre del pueblo de Salto —dijo el Intendente con voz clara, aunque el temblor leve en sus manos lo delataba—. Queremos entender. ¿Por qué están aquí? ¿Qué buscan?
 
La figura lo observó en silencio unos segundos eternos. Luego, una voz profunda y tranquila resonó sin mover labios, como si hablase directo al corazón:
 
—Honramos tu valor al venir. Valoramos tu esfuerzo, tu rol en esta comunidad, y la paz con la que te has acercado. Pero no buscamos autoridades, ni representantes, ni voces formadas por la experiencia o el deber. Buscamos algo que no puede fingirse ni adquirirse con el tiempo.
 
La figura se acercó un paso, y el aire vibró ligeramente a su alrededor.
 
—Solo un niño puede recibir lo que traemos. Solo un alma que aún no ha sido moldeada por el ego, que aún no ha perdido la capacidad de asombro, puede sostener este mensaje. No se trata de sabiduría ni poder, sino de pureza y verdad sin filtros. Solo un corazón joven, libre de ambiciones, puede portar el don que abrirá una nueva era para la humanidad.
 
El Intendente bajó ligeramente la cabeza. No por tristeza ni vergüenza, sino por comprensión. Sus ojos brillaron, no con lágrimas, sino con la luz de quien entiende que hay momentos en la historia que no le pertenecen. Y que a veces, el mayor acto de liderazgo es dar un paso atrás para que otro brille.
 
—Entonces espero que encuentren a ese niño —dijo con humildad—. Y que lo escuchemos todos cuando llegue el momento.
 
—Pero debo preguntarles algo antes: ¿Cuál es ese regalo o cosa que le van a dar?
 
—El conocimiento para despertar a la humanidad —respondió la figura luminosa, con una voz que parecía envolver no solo los oídos, sino también el alma—. Una tecnología que no se mide en botones ni metales, sino en emociones, en voluntad, en entrega. Una fuerza que transforma corazones, que conecta mentes, que rompe los muros invisibles que separan a las personas. Pero solo puede ser entregada a aquel que no lo usará para sí mismo, sino para todos. Aquel que, al recibir el poder de cambiarlo todo, elija compartirlo sin pedir nada a cambio.
 
Un murmullo recorrió Salto. Como un viento invisible, la expectativa se esparció por barrios, calles y pasillos escolares. Las familias se reunían en las veredas, en los patios, frente al televisor o la radio. Nadie sabía cómo encontrar a ese niño. ¿Tenía nombre? ¿Edad? ¿Sabiduría? ¿O simplemente un corazón limpio?
 
Entonces comenzó la búsqueda. Desde temprano, niñas y niños fueron llevados al parque donde ya no estaba el Zoológico, que a tantos niños había hecho felices, y donde los visitantes se habían asentado, cerca del escenario Victor Lima. Algunos llegaban tomados de la mano de sus padres, que los miraban con orgullo. Otros se presentaban solos, serenos, sintiendo que tal vez, de algún modo inexplicable, eso tenía que ver con ellos.
 
Los seres de luz los recibían uno a uno, sin emitir juicios, sin hablar. Los observaban con una dulzura indescriptible. Ponían una mano extendida frente al corazón de cada niño, como si midieran algo que no podía verse. Y en silencio, con un gesto suave, negaban con la cabeza.
 
Los padres se marchaban con sus hijos en brazos, confundidos pero respetuosos. La gente no protestaba. Había un aire de solemnidad que lo envolvía todo.
 
Los días pasaban. La espera se hacía eterna. Los medios de comunicación de todo el mundo llegaron al pequeño departamento uruguayo. Antenas satelitales emergían como hongos en las azoteas. Camarógrafos recorrían los barrios buscando la historia del momento. En las redes sociales, el hashtag ElNiñoDeSalto se volvía tendencia global.
 
Y sin embargo, los visitantes seguían buscando. Día y noche, sin descanso, sin mostrar frustración. Algo, o alguien, todavía no había llegado.
 
Una maestra de barrio Uruguay lloró cuando su clase entera fue llevada, pero ninguno fue el elegido. Un niño de Saladero soñó que era él, y se despertó con el corazón latiendo fuerte… pero tampoco fue. Unos ancianos de barrio Burton rezaban para que fuera uno de sus nietos, por todo el amor que les daban sin pedir nada.
 
Pero los visitantes no se movían de su propósito. No buscaban perfección, ni talentos, ni inteligencia. Solo una chispa invisible, una vibración distinta.
 
Una energía que aún no se había manifestado
 
Hasta que una mañana, cuando el rocío caía sobre las veredas del barrio Ceibal, un niño salió de su casa como cualquier día. Tenía los zapatos rotos, pero la sonrisa intacta. Saludó al señor del almacén, ayudó a una anciana con su bolsa, y regaló su merienda a un perrito callejero sin pensarlo.
 
Los extraterrestres lo vieron. Lo observaron sin acercarse. Vieron lo que hacía cuando nadie miraba. Vieron su corazón. Y supieron.
 
La nave bajó frente a él. La ciudad entera se agolpó alrededor. El niño, sin entender mucho, subió. Dentro, le mostraron lo que podría ser el mundo: sin hambre, sin guerra, sin odio. Pero le dijeron:
 
—Tú no necesitas esta nave para cambiar al mundo. Ya llevas dentro la tecnología que buscábamos. Y no está hecha de metal ni de luces. Está hecha de amor. Comparte, ayuda, enseña, construye. Serás nuestra señal de que la humanidad tiene esperanza.
 
El niño fue devuelto a la tierra. Pero no como antes. Algo en él brillaba distinto. Desde ese día, sin saber por qué, la gente de Salto empezó a ayudarse más. A escucharse. A cuidarse. Y una semilla fue plantada.
 
Y quizás, solo quizás, ese niño o niña seas tú, que estás leyendo este cuento. Quizás la historia no hablaba de alguien más, sino de ti. Porque si tienes dentro de ti la voluntad de mejorar tu barrio, de compartir lo que tienes, de mirar a los demás con amor… entonces ya estás transformando el mundo.
 
Enseñanza:
 
Este cuento nos recuerda que no necesitamos naves ni milagros para hacer del mundo un lugar mejor. Basta un corazón dispuesto a amar, ayudar y compartir. El futuro de la humanidad no está en la tecnología que baja del cielo, sino en la compasión que se enciende en nuestros actos más simples. Quizás el elegido, desde el principio, eras tú.

Imágenes del cuento para pintar

Aquí puedes descargar las imágenes para imprimirlas de forma gratuita y pintarlas. Ayudándote a a ver si los personajes que te imáginaste eran similares a como se lo imagino el autor

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