El Niño que tocó la Luna
Había una vez un niño llamado Lucas que vivía en un pequeño pueblo rodeado de colinas suaves, campos verdes y un cielo tan limpio que, de noche, parecía una manta salpicada de luces. Lucas no era como los demás niños del pueblo. Mientras sus amigos jugaban a las escondidas o corrían por el campo persiguiendo mariposas, él pasaba horas recostado en el pasto, mirando hacia el cielo. Amaba las estrellas, pero sobre todo, amaba la luna.
Cada vez que la luna llena asomaba por detrás de las montañas, Lucas se sentía llamado por ella, como si algo dentro de su corazón palpitara al mismo ritmo que ese brillante círculo en el cielo. Y una noche, mientras la luna brillaba como un farol mágico, Lucas susurró en voz baja: “¿Y si pudiera tocar la luna?”. Ese pensamiento, pequeño pero poderoso, se le quedó prendido en el alma.
Aquella noche se durmió mirando por la ventana. En su sueño, flotaba hacia el cielo. El viento le rozaba las mejillas, y pasaba junto a aves dormidas, nubes lentas y estrellas que parpadeaban como si lo saludaran. Finalmente, llegó a la luna. Estaba allí, inmensa, serena, con una luz que no quemaba pero que lo envolvía. Lucas extendió la mano y la tocó. Era fría y suave, como una piedra pulida por los siglos. Sintió un cosquilleo en los dedos y una paz inmensa. Y luego despertó.
Al día siguiente, corrió emocionado a la escuela y les contó a sus amigos lo que había vivido.
—¡Toqué la luna! —gritó entre risas, con los ojos brillando.
Pero sus palabras no fueron recibidas como él esperaba. Ana frunció el ceño.
—Eso no puede ser, Lucas. La luna está demasiado lejos.
—Fue un sueño, no real —añadió Tomás, encogiéndose de hombros.
Lucas sintió que un nudo le apretaba el pecho. Sabía que había sido un sueño, sí, pero también sabía, con una certeza que no podía explicar, que había algo real en lo que había vivido. No se rindió. Tenía que encontrar una forma de demostrarlo.
Esa tarde se adentró en el bosque, solo. Había un claro escondido entre los árboles donde a veces iba a leer o pensar. En el centro del claro había un charco de agua tan quieta que parecía un espejo. Cuando llegó allí, la luna comenzaba a alzarse por el cielo. Se sentó frente al charco y la vio aparecer, reflejada en la superficie. Se inclinó lentamente, y con mucho cuidado, tocó el reflejo con sus dedos. El agua estaba fría, pero una chispa azulada recorrió su brazo.
Lucas retiró la mano y se quedó inmóvil. Sintió que algo había cambiado. Esa noche soñó de nuevo, pero esta vez no flotaba solo: una figura envuelta en luz plateada lo guiaba. Era como un espíritu de la luna, que le hablaba sin palabras, mostrándole escenas de otros niños, de otras épocas, que también habían creído en lo imposible. Al despertar, sintió que llevaba algo consigo. Y lo llevaba: en su bolsillo había una piedrita brillante, redonda y pálida como la luna, que no recordaba haber puesto allí.
Decidió mostrarle a sus amigos. Volvieron con él al charco esa misma tarde. Uno a uno, vieron la luna reflejada. Algunos, escépticos, la tocaron. No todos sintieron lo mismo, pero uno de ellos, Valentina, se quedó en silencio largo rato.
—Siento algo raro —dijo—. Como si… la luna me mirara.
Lucas asintió. No era necesario convencerlos. Bastaba con que uno creyera.
Pero a los pocos días, la piedra lunar comenzó a calentarse en su bolsillo. Lucas la sacó una noche y notó que brillaba con una luz tenue. En su siguiente sueño, el espíritu de la luna regresó. Esta vez, su voz sí se escuchó: “Al tocarme, has despertado una conexión. Pero la luna no es solo belleza. También guarda secretos y tareas. Necesito tu ayuda”.
A la mañana siguiente, Lucas comprendió que su sueño no era solo suyo. Comenzaron a desaparecer estrellas del cielo. Una a una, cada noche. Nadie lo notaba, salvo él. El cielo se estaba quedando más oscuro, y la luna misma empezaba a menguar más rápido de lo normal. Volvió al bosque, al charco, con la piedra en la mano, y pidió una respuesta.
El agua tembló y una figura emergió: era la misma del sueño. Le habló con voz antigua.
—Hay una grieta en el firmamento. Algo está robando la luz. Solo alguien con el corazón despierto, como tú, puede repararla.
Lucas no dudó. Cerró los ojos, apretó la piedra contra su pecho y, de nuevo, sintió cómo su cuerpo se elevaba. Esta vez no fue un sueño. Viajó más allá de las nubes, entre constelaciones, hasta llegar a un lugar donde la luz se trenzaba como hilos invisibles. Una criatura oscura, hecha de olvido y duda, devoraba la luz de las estrellas. Lucas se enfrentó a ella, no con miedo, sino con un deseo: “Devuélvela”. Y al decirlo, la piedra se rompió, liberando una onda de luz que hizo retroceder a la sombra.
Las estrellas regresaron. La luna recuperó su forma. Y Lucas cayó suavemente de nuevo al bosque, donde lo esperaban sus amigos, aunque ninguno sabía lo que realmente había pasado.
A partir de entonces, cada vez que alguien miraba la luna, sentía una paz especial. Y Lucas, aunque nunca volvió a volar, conservó en su corazón la certeza de que la magia es real, si uno se atreve a creer.
Enseñanza:
La historia de Lucas nos enseña que la verdadera magia no siempre se encuentra en hechizos o varitas, sino en el poder de creer. Soñar no es escapar de la realidad, sino imaginar un mundo mejor y tener el valor de acercarse a él. Cuando uno cree con el corazón abierto, es capaz de ver lo que otros no ven, de tocar lo que parece inalcanzable, y hasta de devolver la luz cuando todo parece perdido. Porque a veces, quienes más creen, son los que realmente transforman el mundo.
- 29/06/2025
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