La Hormiga Valiente y la Gran Montaña
En el corazón del bosque de Quebrada del Sauce, vivía una diminuta pero decidida hormiga llamada Ana, conocida por su curiosidad incansable y su deseo de conocer lo que nadie se atrevía a explorar. En su hormiguero, bajo tierra, entre túneles y cámaras llenas de hojas secas, Ana solía interrumpir el trabajo para hacer preguntas como:
—¿Por qué nunca vamos más allá del río?
—¿Qué hay del otro lado del claro prohibido?
—¿Y la Gran Montaña? ¿Existe de verdad?
Las demás hormigas solían responderle con un encogimiento de antenas o un suspiro de resignación. Para Doña Reina Petrona, la soberana del hormiguero, esas preguntas eran peligrosas.
—Las hormigas deben construir, recolectar y obedecer. No cuestionar ni soñar.
Pero Ana soñaba. Cada noche, después de la faena, subía sola a una ramita seca que salía del suelo, y desde allí contemplaba la silueta distante y nevada de la Gran Montaña, un coloso natural que parecía tocar el cielo. Se decía que en su cima moraban espíritus de viento, guardianes del equilibrio del bosque.
Cierta madrugada, luego de una fuerte tormenta que barrió hojas y nidos, Ana encontró medio enterrada entre la tierra húmeda una piedra de ámbar con una extraña forma de espiral. Al tocarla, sintió un leve hormigueo en sus patas. Guardó la piedra, sin saber que ese era el inicio de su verdadera travesía.
Días después, mientras el hormiguero celebraba la cosecha anual de semillas, Ana decidió marcharse. Sabía que no tendría el permiso de la reina, así que dejó una nota escrita con hojas masticadas: “No quiero abandonar mi hogar. Solo quiero entenderlo mejor desde lo alto”.
Su amigo Tito, una hormiga soldado con quien compartía aventuras desde niña, la encontró antes de cruzar el límite del hormiguero.
—No podés ir sola, Ana. Esa montaña no es un paseo. Nadie ha vuelto.
—Justamente por eso —respondió Ana—. Porque nadie lo intentó con el corazón abierto.
Tito le regaló una hoja trenzada que podía usar de paracaídas si caía desde alto. Luego la vio marcharse entre las raíces, rumbo a lo desconocido.
El primer desafío llegó antes del amanecer: el claro de las luciérnagas silenciosas, un lugar donde la luz flotaba, pero el sonido desaparecía. Allí, Ana perdió toda noción de dirección. Sin poder oír el crujir de sus pasos ni el viento, comenzó a desesperarse. Recordó la piedra de ámbar y la apretó contra su cuerpo. Una vibración sutil le indicó el norte. Con pasos lentos, logró salir del hechizo.
Más adelante, al intentar cruzar el pantano de las hojas podridas, fue emboscada por una rana verde gigante. Ana corrió entre raíces y charcos hasta encontrar refugio en una cáscara de nuez medio hundida. La rana intentó atraparla, pero en el último instante, una nube de mosquitos la distrajo, permitiéndole escapar.
Al borde del pantano conoció a una araña vieja de nombre Gumersinda, que tejía hilos mágicos para leer el pasado.
—¿Qué buscás tan lejos de tu nido, hormiguita?
—Una verdad que no me cabe en los túneles del hormiguero.
Gumersinda le ofreció descansar bajo su tela tejida con seda de luna. Mientras Ana dormía, soñó con su infancia, con su madre trayéndole una semilla, con su primer paseo nocturno. Al despertar, la tela de Gumersinda le marcaba un símbolo: un triángulo sobre una línea. Gumersinda no quiso explicar.
—Solo entenderás cuando estés en la cima.
Tras muchas lunas, Ana llegó al pie de la Gran Montaña. El clima era más frío, el aire más delgado. Allí vivían unas criaturas llamadas pétalos rodantes, flores que giraban como ruedas de viento y susurraban mensajes en lenguas antiguas. Una de ellas, llamada Lila, le habló:
—Los que suben sin saber quiénes son, se pierden antes de llegar.
Ana, cansada pero decidida, comenzó a escalar. Cada día era más difícil. El terreno resbalaba, el frío mordía, y los sonidos se hacían más extraños. A mitad del camino, vio una sombra acercarse: era un cuervo negro con ojos de fuego. Se llamaba Dren, y volaba en círculos.
—¿A dónde vas, pequeña? —gruñó.
—A buscar lo que todos temen mirar.
—Puedo llevarte a la cima en un instante, pero tendrás que dejar tu corazón abajo.
Ana rechazó la oferta. Sabía que si no subía con su propio esfuerzo, no entendería el significado del viaje.
Esa noche se desató una nevada intensa. Ana cavó un hueco en la nieve y usó hojas secas como abrigo. Cuando creyó que no sobreviviría, una criatura hecha de viento descendió del cielo. Era Suma, espíritu del aire alto. No hablaba con palabras, sino con sensaciones.
Suma envolvió a Ana en una corriente cálida y la impulsó a seguir. La piedra de ámbar volvió a brillar. Cada paso la acercaba no solo a la cima, sino a una revelación que aún no entendía.
Finalmente, al llegar a lo más alto, encontró una piedra plana y antigua, marcada con el mismo símbolo de Gumersinda: triángulo sobre línea. Ana colocó la piedra de ámbar en el centro. El cielo se abrió. No era una cima cualquiera: era un espejo del mundo. Desde allí, podía ver cómo cada túnel del hormiguero estaba conectado con cada raíz del bosque, cómo cada criatura era parte de algo mayor.
Ana comprendió que la montaña no era una meta. Era una forma de recordar que todo está unido. Que una hormiga, aunque pequeña, podía cambiar la historia solo caminando con coraje.
Cuando volvió, semanas después, nadie la reconoció al principio. Estaba delgada, más fuerte, y su mirada contenía algo nuevo: serenidad.
Tito corrió a abrazarla. Doña Reina Petrona no dijo nada, pero esa noche dejó una hoja abierta en la biblioteca del hormiguero con el título “Relatos de la Montaña”. Por primera vez, los jóvenes aprendieron a mirar hacia lo alto.
Ana no volvió a salir. No porque perdiera el deseo, sino porque había traído la cima consigo.
Enseñanza
La montaña no es solo una meta física, sino un llamado interior. Ana nos recuerda que los obstáculos más difíciles no son los del camino, sino los que uno lleva dentro. Que el miedo, la duda y la comodidad pueden ser más pesados que la nieve o la altura. Pero si uno es fiel a su corazón, hasta la criatura más pequeña puede mover el mundo.
- 26/06/2025
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- Cuentos para antes de dormir
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